Tres razones para matar: Algunos apuntes marginales sobre Crimen y Castigo (1866)
¿Sudamos la sangre de nuestras víctimas por culpa o por regocijo? ¿Son sus gritos los que se cuelan en nuestras pesadillas? ¿Se adiciona a la vida del homicida la carga existencial de aquellos a quienes sacrifica? Con el interés de explorar los alcances de algunas de estas interrogantes, se cavilará brevemente sobre las tres vías en que parece transitar Dostoyevski, llevando de la mano a su Raskolnikov, al someter a examen la significación y las razones del crimen ulterior.
El escritor peterburgués, como es bien sabido, se adelantó por décadas a la corriente existencialista que habría de desarrollar una tópica muy similar bajo su influencia y su cobijo. Por sorprendente que parezca, el novelista ruso fue el encargado de otorgar cuerpo literario al proyecto kierkegaardiano que, aunque contaba con una pluma de extraordinaria calidad, nunca se dedicó a la literatura de ficción. La historia de Raskolnikov es, sin más, la encarnación decimonónica del temor y temblor que apesadumbró a Abraham cuando le fue encomendado el sacrificio de su primogénito Isaac. Este, por razones obvias, no es el espacio para discurrir sobre la inclinación sádica de una deidad que se plantee como propósito caprichoso el someter a una tortura de esta envergadura a las criaturas que ha decidido traer a la vida. Pero sí resulta llamativo determinar los paralelismos simbólicos que se esconden tras el martirio interior de ambas figuras. En primera instancia, ha de notarse la preeminencia del recorrido, es decir, del tránsito ritual que efectúan nuestros personajes. Mientras que es Abraham, héroe de la fe, quien camina por más de tres días desde Hebrón hasta un monte en la región de Moriah para sacrificar a su hijo, viéndose atormentado por los recurrentes cuestionamientos de Isaac respecto al paradero del animal que será entregado en holocausto a Yahvé; Raskolnikov deambula irrefrenable por aceras y callejones de la urbe rusa, claro está, cuando la enfermedad mortal que le carcome el alma le da tregua para levantarse del denostado diván que le sirve de cama. Tenemos entonces la formulación quintaesencial del protagonista-peregrino quien debe movilizarse a otra parte para hallar el destino —funesto o rutilante— que le ha sido concedido, aún cuando la batalla más sangrienta y hostil se libra entre los límites de su propia mente.
Raskolnikov, asfixiado por las circunstancias insólitas que articularon la consecución de un crimen perfecto, decide cargar su cruz y subir al calvario. Sin embargo, ni la vieja usurera, ni Isabel Inanovna —quien se irgue como el colateral insulso y desafortunado que siempre revienta sin tener mayor involucramiento con el desarrollo de los hechos— han de ser consideradas como víctimas sacrificiales de Raskolnikov. No hay persona alguna que pueda soportar en su pecho la desesperación de asumir ese lugar; estas pobres mujeres no fueron más que catalizadores menores de una eclosión colosal en el fuero interno de un hombre postrado. El ser inmolado a manos de Raskolnikov, por tanto, no puede ser otro más que sí mismo. Se cuenta entonces con un héroe singular y materialista quien en el vértigo de la existencia, mientras soplan vientos que desconocen a Dios y que desprecian la esperanza, ha decidido peregrinar, ofreciendo sin descanso pistas sobre su responsabilidad absoluta en el delito, hacia el túmulo en que el demiurgo del período —el tiempo y una consciencia angustiada—ha señalado que ha de realizar su máximo sacrificio. La sociedad burguesa de la Rusia zarista ya percibía que, en su interior, se fraguaban luchas intestinas que podrían desembocar en un cataclismo de época. Este habría de ocurrir décadas más tarde, respondiendo afirmativamente a la fragilidad social que ya olfateaba Dostoyevski desde mediados del siglo XIX. Sería esta misma sociedad la que arrebató a nuestro nuevo Abraham, ateo y desahuciado, al siervo que lo acompañaba y al hijo mismo que debía convertirse en receptáculo del holocausto. Le despojó del cuchillo que habría de encargarse de derramar la sangre para consagrar las libaciones, entregándole de vuelta una soga y un banco, así como las indicaciones precisas para efectuar el acto que lo define todo. Raskolnikov, como hemos leído por más de cien años, se entregaría a las voluptuosidades de la autoaniquilación, no sin antes esclarecernos algunas de las razones que sostienen las verdades que lo llevaron, en primer término, a la consumación del delito.
Sentirse vivo por matar. Otorgar(se) sentido arrebatando la batuta a otros. Es la premisa malograda del Irrational Man de Woody Allen; cuyo personaje principal, Abe Lucas, planea un crimen perfecto inspirándose en el relato de Raskolnikov. La cuestión radica en una gradación cualitativa de los procesos reflexivos del homicida. Las tres vías de Raskolnikov para concebir el asesinato solo encarnan la concatenación de los niveles de consciencia sobre la totalidad de la acción asesina.
Tras la confesión del héroe a Sonia Marmeladova, se precipitan violentamente estos tres grados en medio del discurso de justificación del crimen. Primero, Raskolnikov plantea un ejercicio de parangón histórico que permita cuantificar objetivamente el acto de matar, ya en tanto reflexión, deseo o hecho consumado. Aunque se trata de la fase más superficial, el genio de Dostoyevski reluce desplegando más interrogantes que respuestas: ¿se puede ser criminal siendo un héroe? Raskolnikov reconoce humillado que la sola concepción de la duda sobre la forma y las consecuencias del homicidio, le aleja del terreno de los hiperbóreos, del Übermensch (antes de Nietzsche). Sin embargo, es este mismo reconocimiento el que, alumbrándole la senda sobrehumana, le inviste con la autoridad napoleónica que ha hallado su fuente de energía más allá del bien y del mal.
Pero nuestro Raskolnikov se desdice rápidamente, nervioso y asustado, ante el extravío de sus divagaciones. En esta segunda vía, se humaniza. Vuelve a la Tierra y regresa a aquellos que aún lo sujetan a este mundo. Mas todo lo que lo circunda es un exceso desequilibrado que lo impele a la desesperación de encontrarse sin salida siendo tan pobre. Gira su cabeza, pretendiendo olvidarse de sí mismo, y queda frente a una madre desgarrada que envejece día con día. La madre que se mata trabajando procurándole un mejor futuro a su hijo, y el hijo que mata para poder restituir a aquella misma madre lo mucho recibido. De nuevo abundan las preguntas válidas: ¿Se puede vivir, verdaderamente, a costa de todo? ¿Incluso a expensas del sacrificio de quienes más apreciamos? Porque así ocurre siempre. Si salimos de un núcleo familiar para formar otro, ¿hacemos a largo plazo algo más que enterrar a unos (la familia de sangre) para así trabajar y esforzarnos en preparar con anticipación el funeral de los otros (la familia formada)? La receta de Dostoyevski para este paso intermedio, se resume en un eterno decir no, para así tener luego la integridad de afirmar la vida.
Nos resta el estadio final. Matar por exceso de amor propio. Es una futilidad detenerse a dirimir si quien se pisotea es un gusano innoble y malvado o un humano; porque no se trata de ellos, sino de sí mismo. Raskolnikov sabe bien que su disyuntiva no radica en la cuestión napoleónica o en un complejo mesiánico. Reconoce el hastío por la vida tal cual la había conocido hasta entonces. De complacer a su madre, de ver sonreír a su hermana, de compartir unos tragos con sus escasos conocidos, de creerse que lo que otros deseaban para él sería precisamente lo que habría de hacerlo feliz. Este desahogo empuja, por antonomasia, hacia una renuncia a la vida. Del abandono de sí al ocio desmesurado, de este al pensamiento irrestricto, de la reflexión profunda al planeamiento pormenorizado del delito máximo. El descenso de un hombre roto a los confines del inframundo que encierra su cabeza. Descender-dentro-de-sí. Descender-se. En un mundo de bestias, Raskolnikov, mediante un arresto de valentía, esboza un proyecto que impone a la moral una dialéctica exclusivamente intelectual. Esta superaría, por tanto, toda necesidad de justificación. Legitimaría la audacia por sobre el acto, el atrevimiento por sobre la víctima. Sin embargo, exige a cambio un cierto carácter introspectivo, ya que existe una marcada diferencia entre matar por aturdimiento y agobio, y asesinar premeditadamente. Careful with that axe, Eugene.
La utópica recompensa al final del arcoíris es un cofre resplandeciente que encierra todo poder. Raskolnikov sabe que perseguir una respuesta que le demuestre que cuenta con el derecho a ejercerlo, el siquiera concebir la interrogante, responde por sí mismo a la vacilación, y de manera muy contraria a sus intereses. Para poder matar sin pensar-en-matar, para matar por y para sí, no puede existir mediación de necesidad económica alguna, ni de sacrificio por la familia, o por el partido, o por la patria. Queda todo entonces reducido a una rigidez binaria que exige una respuesta definitiva: ¿Se es un gusano o un hombre?
“Lo hice por mí. Me encantó. Sí que era bueno en eso.
Y estaba… realmente… Me sentía vivo”.
W.W. [Vince Gilligan]
Nota: El célebre retrato que ilustra este escrito es un óleo sobre lienzo de 1872, obra del pintor ruso Vasily Grigorevich Perov. Actualmente (20/11/2018 - 16/02/2019), se encuentra en exhibición como parte de la Exposición Temporal Pilgrimage of Russian Art. From Dionysius to Malevich, en la Galería Tretyakov de Moscú. Agradezco a la galería por autorizar el uso de esta imagen.