Anomalisa (2015): Humano, demasiado humano
Leí hace algún tiempo que el mérito de la joya de Charlie Kaufmann (guionista y co-director junto a Duke Johnson) era tener la integridad formal y reflexiva de presentar una historia humana, demasiado humana, desde la animación en stop motion. Sin lugar a dudas, existe algo tan ominoso como encantador en aquellas tristes figuras de volúmenes poco estilizados y de rostros de androide (ya volveremos sobre esto más adelante). Anomalisa se trata de un largometraje de animación, no sólo “para adultos”, sino saturado con toda la carga desesperante que sobreviene con el reconocimiento de que se envejece demasiado rápido. La historia de Michael Stone, es la historia de la sección de la humanidad que, conforme pasan los años, se entera que se agotan apresuradamente las razones. Todas y cada una.
El largometraje ofrece brillantemente una correspondencia sensual entre el manejo de los recursos técnicos y su narrativa y consistencia interna. Su uso de una cámara inquisidora, está dotada de una sensibilidad para los detalles precisos que sostienen materialmente el cataclismo que está derrumbando a su personaje principal. Planos detalle que nos informan del movimiento de sus manos, las miradas perturbadas, las texturas de la piel, el toque nervioso de una copa de martini. El Director de Fotografía (Joe Passarelli) no trata como un mero asunto antojadizo la extrema relevancia de este microcosmos de angustia y absurdidad. Se percibe como existe una intencionalidad que suele partir de planos abiertos hasta llegar, pausada y paulatinamente, hasta la sien de nuestro protagonista, Michael. Del lobby del hotel, a la incómoda recepción del conferencista, del interior del bar a la mesa que comparte con sus invitados, de la totalidad de su habitación a la mirada extasiada de Lisa al sentirse objeto de deseo. La cámara no se limita a un papel de mero instrumento de registro, sino que acompaña y complementa la disposición del guión. Lo legitima y justifica.
El otro detalle técnico que merece destacarse estriba en el uso de una animación, por antonomasia segmentada, víctima de la vivisección. Ya en el diseño mismo de los rasgos morfológicos de los personajes, como en la técnica misma del stop motion se potencia la naturaleza artificial y robótica de un mundo que abruma por su desencanto. Aplausos de pie, sin más.
Anomalisa es la narración excelsa de las anomalías que alumbran, por un rato, el sinsentido de este cuarto lóbrego de hotel en que nos sentamos a ver la vida evaporarse. La abyecta anomalía de encontrar el placer fuera de todas aquellas cosas que habíamos pensado que harían de nosotros seres felices. De encontrar el amor fuera del hogar que, voluntariamente, decidimos conformar. De enterarnos que el significado suele trascender lo que hacemos con buenas intenciones, incluso cuando esto se ha encarnado en otros seres humanos, es decir, la adecuada calibración y determinación de los riesgos que reviste el depositar toda esperanza en la progenie. El mayor desconsuelo, no deviene de aquella epifanía que ha parecido materializarse en Lisa, quien aparece por casualidad en la vida de Michael, y que inocula en su mente la semilla heterodoxa que percibe la belleza colorida de los sonidos. Porque las voces que, de repente, han dejado de diferenciarse unas de otras—incluso aquellas que nos son más familiares y que, aunque no queramos reconocerlo, nos resultan más entrañables— son poco más que ruido que distrae los pensamientos de su búsqueda desesperada por respuestas. La voz ilusionada de un hijo se diluye entre el escándalo de una multitud que se consume salvajemente. ¿Se entiende la provocación de Kauffman? Estamos ante una examinación rigurosa de los proyectos humanos en que se suelen depositar, por convención social o supuesta determinación libre de la consciencia, el significado ulterior de la vida misma. Esto puede ser todo menos poca cosa.
La obra, asimismo, es la apuesta por el yo (das Ich). Por el robusto subjetivismo idealista que configuró Fichte. Aquel mundo de hoteles y conferencias, de grandes departamentos de servicio al cliente y de aventuras eróticas, es puesto en escena gracias al Yo-creador del que Michael Stone deviene receptáculo. La misma Lisa, la anomalía que decanta el descenso del héroe hacia los infiernos más abstrusos de su propia mente, ha sido investida de un aura que, tras una primera noche mágica en que Michael creyó haber vuelto a encontrar una conexión real que lo anclara al mundo que ya parecía decidido a abandonar, le empieza a confundir, a encandilar con una verdad desgarradora. Lisa es todo lo que él hizo de ella. Lisa es, para Michael, toda la carga simbólica que el segundo optó inconscientemente, como Anstoß, por depositar en ella.
Nuestra Lisa, tan encantadora y auténtica, relata con la misma ilusión ciega del necio taxista del aeropuerto, las maravillas que resguarda el zoológico de la ciudad de Cincinatti. ¿Cómo pueden confundirse de manera tan cruel las alocuciones de seres que, en primera instancia, parecían tan distintos?
El desengaño de Michael, no por accidente, sale a la superficie a través de los sueños. Atiéndase el guiño psicoanalítico de Kauffman. Los deseos psicotizantes de un universo patológicamente homogéneo, estéril y fútil se manifiestan a través de una llamada del gerente del hotel que opera como catalizador del último punto de giro que nos invita al clímax del filme. El gerente no es un hombre, sino todos los hombres, sus subalternas no son mujeres, sino todas las mujeres. Una realidad así no puede aceptarse cándidamente sin mayor reparo. Exige, como aparece en el largometraje, una huida desbocada. Pero la evasión, como sabemos, suele acarrear un reconocimiento de la falta, es decir, suele desenmascararnos. Michael pierde sin pena ni gloria el rostro, según él distinguido y especial, en medio de la vorágine en que se realiza su escape en búsqueda de la Lisa, su Lisa imaginaria, de la noche anterior. Todo consiste en admitir la fragilidad de nuestra identidad. ¿Se recuerda el momento en que, tras darse una ducha (cuando sugestivamente Kauffman nos muestra por primera vez el cuerpo desnudo masculino de un hombre de mediana edad), Michael se ve al espejo? Su rostro, aquel que confería una cierta identidad diferenciada, quiere mutar violentamente para adaptarse al medio del que ha desesperado incomprendido por sí mismo. El Abe Lucas de Woody Allen, aunque deslucidamente, diría que es aterrador cuando te quedas sin distracciones.
Tras esto presenciamos, cual Riggan Thomson o Tyler Durden, el descenso a los infiernos de un ser humano arruinado. La perpleja e inconexa conferencia, razón última (aunque tan trivial y superflua como aquella que lo vincula con los integrantes de su propia familia) por la que, en primer lugar, había viajado desde California hasta Ohio, nos demuestra el espectáculo de un colapso. La contienda psíquica que suele acabar en una encrucijada paradójica en la cual la facción victoriosa cae derrotada.
Se cierra entonces con un regreso a casa. La ilusión de encontrar algo distinto. El absurdo regalo de un padre que insiste en creer en su responsabilidad y obligación. La inocencia del niño y la procedencia escandalosa del artefacto japonés. Después de una sucinta discusión con Donna, su esposa, Michael se sienta en la gradas de una casa, que ya no es la suya, a contemplar el evento que su círculo íntimo ha preparado para homenajearle. Aquello ha sido demasiado para él. Se sabe tan fuera de lugar como la melodía oriental que acompaña sus tribulaciones.