Algunos comentarios sobre la primera temporada de The Man in the High Castle (2015)
Amazon pudo conmigo. Con una facilidad risible caí en la clásica trampa de la prueba gratuita por 30 días. Introduzca su tarjeta de crédito solo para confirmar con seguridad el inicio de su período de prueba. Cancele cuando lo desee. Decían que podría recibir el paquete en solo dos días, adicionándome a este beneficio la extensa oferta de servicios que ofrece la plataforma Prime. Mordí el anzuelo y, como podrán imaginar, al cabo del mes, había olvidado por completo que suscribí el servicio. Cuatro semanas más tarde se me cortaba la respiración al reparar que el saldo de mi tarjeta estaba 120 dólares por encima de lo presupuestado. Hasta empecé a cuestionar mis hábitos de compra aún cuando nunca me había destacado particularmente por consumista. Al poco tiempo, me enteré que, aunque ya tenía mis sospechas, el responsable de aquel desliz —incitado por la picardía de Jeff Bezos— me miraba de vuelta en el espejo todas las mañanas.
El episodio, ahora simpático, me hizo olvidarme de las compras por internet por más de un semestre. Inclusive llegué a desalentar a posibles compradores de mi círculo social, planteándoles “objetivamente” las desventajas del servicio, ensalzando con un patetismo vergonzoso la tradición milenaria del shopping presencial. Trueque, redes de intercambio, capitalismo a la antigua. Habiendo pasado un tiempo prudente, en una madrugada de insomnio (como todas las madrugadas), se me ocurrió de repente examinar con detenimiento aquel paquete de servicios que había adquirido involuntariamente.
¿Qué tiene que ver esto con la serie y por qué me he distendido tanto en esta introducción? En primera instancia porque, sin esta puesta en contexto, resulta indescifrable la cierta visceralidad que pudiera detectarse más adelante en mis anotaciones. Asimismo, me he explayado debido a que, sin ello, no se apreciaría la excesiva contingencia que cobija al hecho de haberle dado una oportunidad al proyecto de Frank Spotnitz. Como podrán inferir, The Man in the High Castle, serie insignia de Amazon Studios, basada en el libro homónimo del escritor estadounidense Philip Kindred Dick, y producida —entre otros— por Ridley Scott (reencontrándose con la obra de Dick 33 años después de Blade Runner) e Isa Dick Hackett (hija del escritor), se encontraba en aquel menú restringido. A continuación comparto mi reflexión sobre su primera temporada.
Enemigos del Estado
Summertime, and the livin’ is easy. ¿Qué tienen en común el Viejo Oeste y el Real Book? ¿Podemos inundar de standards un toque de queda? ¿Un estado de sitio? ¿Una zona neutral? Así lo ha conseguido The Man in the High Castle (El hombre en el castillo, según ha sido traducida para el mundo hispano) haciéndonos regresar 60 años a un pasado de posguerra que jamás existió. Nos encontramos entonces en 1962; pero no son nuestros sesentas de protesta, libertad sexual y grandes revueltas y manifestaciones contraculturales, sino el inicio de una década lúgubre y tensa en que La Résistance se hizo añicos y las potencias del Eje se repartieron el planeta. La costa oeste estadounidense se ha convertido en los nuevos Estados del Pacífico del imperio nipón, mientras que el Gran Reich se ha anexado la costa este y toda la región sur y del medio oeste. Justo en el corazón del país, las Rocosas se alzan como el componente natural que separa, en una zona neutral, a ambas potencias. One of these mornings you're gonna rise up singing.
Así se nos presentan las historias de Juliana Crain (Alexa Davalos) y Joe Blake (Luke Kleintank), quienes acompañados de un elenco descollante, comparten el peso de un relato que se fortalece conforme su escisión narrativa se aproxima al punto de desaparecer por completo. Los pormenores de la trama pueden encontrarse tanto en la novela de Dick (a grandes rasgos, ya que la serie es una adaptación), como en muchos sitios especializados de internet. Por tanto, sería infructuoso emprender de nuevo la misma empresa. Lo que nos trae aquí es el interés por destacar algunos elementos, tal vez menores, que enriquecen la propuesta argumental de TMitHC.
And you'll spread your wings and you'll take to the sky. En una contienda desigual entre idealistas armados y dos potencias hegemónicas y despiadadas que cooperan entre sí tanto como se temen la una a la otra (aunque esta primera temporada deja clara la fragilidad del imperio japonés), sobresale la preponderancia de la cuestión individual. ¿Dejerías morir a los tuyos por una idea que ni siquiera te es propia? Cuando se dice que al ser enemigo del Estado, especialmente en un contexto apocalíptico como el que nos presenta la serie, se pone en riesgo todo, la vida propia es el último y más prescindible de los activos que se incluyen dentro de esa totalidad. Porque la muerte no le duele al muerto, ni lo ablanda para confesar, ni le permite cooperación alguna en función de los intereses del aparato represor. Son las muertes de los otros las que mitigan los bríos de cualquier voluntad. Solo somos inquebrantables cuando ya estamos hechos pedazos. Es la amenaza de vivir su muerte, de enjugarse la consciencia con la sangre de los seres amados sin haber participado en su ejecución. Quien guarda sentimientos nobles por otro, en un mundo fascista y totalitario, expone completamente su vulnerabilidad. But till that morning, there ain't nothin' can harm you.
El caso de Frank Frink (interpretado brillantemente por Rupert Evans) deviene casi paradigmático para ilustrar esta suerte de coyuntura. El miedo que impele al silencio y la mesura frente a la venganza que requiere sangre para acallar las voces condenatorias del insomne crónico. Justo en esos intersticios, cuando se pierden los estribos, se apela con más vehemencia a nuestra decencia, a nuestra humanidad. Si ellos aniquilaron lo que nos anclaba a esta especie desventurada, ¿cuál es la compasión que esperan? Sin embargo, nuestros personajes nos demuestran que, contra su voluntad, se operan cambios aceleradamente. La mirada de los niños de otros no puede ser la misma cuando se han perdido los propios. La silueta de una hermana asesinada no deja de aparecer en cualquier mercado hasta dar con su cuerpo pútrido en alguna fosa común del descampado. Éramos tan felices como nos dejaban ser.
Southern trees bear strange fruit. La serie se regodea celebrando la grandeza de las pequeñas acciones, aunque nunca es clara en definir la paradoja de todo proyecto de resistencia. Y según me ha parecido, lo hace deliberadamente. ¿Se resiste contra el sistema o se resiste desde el sistema? Mientras se insiste en articular visualmente algunas conversaciones intrincadas a través de los espejos, se encomia solemnemente la valentía de rezar el kaddish (קַדִּישׁ), apuntalando la impotencia de vivir ocupados y segregados mediante el terror de unas lágrimas que aún sienten no merecer a la familia que ha sido robada. Blood on the leaves and blood at the root.
Un mundo feliz
En un universo ficcional donde no existe lugar para la esperanza —atención a la ironía extravagante—, Stalin fue ejecutado en 1949. The Man in the High Castle nos ofrece un avistamiento exquisito a las posibilidades del destino, a la otra cara de la moneda. Mas entre la penumbra del lado oscuro de la luna, sabe desplazarse entre los estadios que atraviesan la condición humana, sin importar el régimen de turno. Se plantea hipótesis fascinantes en que el Führer, caudillo implacable, ya un poco entrado en años, es la encarnación de la concordia, la paz y la estabilidad política, mientras que Reinhard Heydrich, SS-Obergruppenführer und General der Polizei, habiendo sobrevivido a la Operación Antropoide de 1942, pretende la cabeza y la investidura de Hitler. Debemos nuestra mente y nuestro corazón a una idea, no a un hombre.
Asimismo, se consigue, con extraordinaria efectividad dramática, una puesta en escena que, desde las coordenadas culturales contemporáneas (al menos en las cabezas donde aún reina la decencia), pareciera contradictoria e inverosímil por antonomasia. Pero ha de recordarse que su inadmisibilidad no es una cuestión de posibilidades concretas, sino de la jerarquización en el sistema de valores dominante. Hablamos del “atrevimiento” de humanizar a un nazi, máxime tratándose de un alto mando de la SS. El Obergruppenführer de Nueva York, John Smith (Rufus Sewell), personifica un ejemplo excepcional de lo desconcertante que puede resultar un escenario tal. La enfermedad genética degenerativa de su hijo Thomas, una suerte de distrofia muscular, nos sirve como subterfugio para adentrarnos en tres trayectorias narrativas sobresalientes. Por un lado, el sufrimiento personal de un padre de familia quien, aunque se dedique en cuerpo y alma a desmoronar la vida de otros que también tienen la propia, desespera en negación, creyéndose —por la naturaleza de su cargo— aún por encima de todo criterio médico. Esta naturaleza de su ocupación, en confluencia con el terror a perder a uno de sus hijos, nos lleva a la segunda instancia: en este pasado apocalíptico, la existencia y la intimidad están plenamente institucionalizadas, es decir, no existen. Es la advertencia que le plantea el médico a Smith, cuando este exige una segunda opinión. Para la virtud de su posición, sería mejor no ventilar a las autoridades de salud los pormenores del expediente clínico de su hijo, le espeta el doctor. Un sistema político que hunde sus principios en una filosofía social como la eugenesia, no puede darse el lujo de permitir males congénitos, mucho menos de normalizar que sus altos oficiales puedan verse involucrados, por sangre o por espontáneo vínculo social, con individuos con tales síntomas de debilidad. La única vía posible para el Obergruppenführer es el filicidio, si desea mantener el prestigio entre sus pares. El médico le hace entrega de una jeringa con la dosis precisa para que el mismo Smith acabe con la vida de su pequeño Thomas, quien aunque formaba parte de las juventudes hitlerianas, empezaría muy pronto a dejar de cumplir con las demandas físicas que exigía el ideal ario. El padre se derrumba por dentro al verlo desfallecer en las escaleras, manifestando las primeras señales de deterioro. Magnífica muestra de la tensión dialéctica de interioridades y exterioridades en un hombre, cuyas condecoraciones militares no le bastan para vivir conforme dice creer.
En un diálogo electrizante, Heydrich (Ray Proscia) —casi haciendo gala de sus habilidades telepáticas— le señala a John que no puede saberse lo que hay dentro de un hombre. Sus intenciones son políticas, pero para su consecución resulta menester doblegar algunas cuantas voluntades. La tercera vía, concatenada con la presión que ejerce Heydrich (y cuyos intereses ulteriores se desvelan plenamente en el último capítulo de la temporada), es la repercusión familiar y social. Smith debe mentir en su casa mientras halla la manera de empatar la cabeza con el corazón. Responde con silencios elongados, cuando Hellen, su esposa, al notarle insomne, observando nostálgico las fotos de su hermano con distrofia, le recuerda que tienen el privilegio de vivir en tiempos mejores, en el mejor de los mundos posibles de Leibniz, ya que, en aquel 1962, cuando alguien está terriblemente enfermo, no se le permite sufrir. Escalofriante.
Seppuku o del libro de las mutaciones
La cultura japonesa recibe un trato privilegiado, sin lugar a dudas, en esta primera temporada. No solo porque Juliana Crain, la protagonista, procede de los Estados del Pacífico, sino porque se nutre de un pasado (el japonés) que —aunque censurado— no fue plenamente proscrito. La estética en que la serie presenta la magnificencia colosal de la ciudad de Berlín bajo el dominio nazi durante los años sesenta, no pudo conseguir inspiración de otra fuente más que de los libros de historia, la investigación realizada sobre el proyecto arquitectónico y urbanístico de Speer, y los registros audiovisuales de aquel obscuro período. En el caso nipón, aún con las sanciones de la Declaración de Potsdam y la injerencia occidental, su cultura mantuvo una relativa constancia y homogeneidad histórica, al menos durante las primeras dos décadas tras la rendición de 1945.
The bulging eyes and the twisted mouth. Para materializar tal verosimilitud, TMitHC exuda rigor fidedigno y buen gusto en el diseño de escenografía y vestuario, complementándolo con una estética fotográfica pulcra y depurada. Esto alcanza sus mejores momentos, como se ha dicho, cuando se ambienta en San Francisco. En territorio californiano sobresale Nobusuke Tagomi (Cary-Hiroyuki Tagawa), el ministro de comercio del imperio japonés, quien demuestra una cálida sensibilidad ante las diferencias culturales y los proyectos globales en pro de una pacificación de las relaciones internacionales (procurando una reducción de las tensiones entre las potencias hegemónicas), aún cuando en esta primera temporada no se atisba completamente el alcance de sus verdaderas intenciones. La nostalgia por el tiempo y el amor perdido le acerca a Juliana, con quien empieza a establecer un vínculo que trasciende la rigidez del entorno laboral dentro de un edificio gubernamental japonés. Tagomi, hasta ahora, parece ser la encarnación de los mejores atributos de un pueblo y una cultura que ha hallado la manera de caminar con un pie en el futuro distante, mientras que el otro se hunde con fuerza en las tradiciones milenarias (tal vez esotéricas) que los trajeron con éxito hasta aquel 1962. El ministro no solo se entrega a la consulta oracular del I-Ching (易經) con solemnidad y atención para la planificación de sus tareas burocráticas, sino que sabe reconocer que los tallos de milenrama o los 64 hexagramas significan muy poco, cuando no se traslada su interpretación a la praxis concreta de sus preceptos filosóficos que, como es bien sabido, propugnan el cambio y la ubicuidad universal de una dialéctica de opuestos. Por ello, según Tagomi, la máquina de Heisenberg (la bomba atómica que el científico debía desarrollar en el Uranverein, dirigida desde el Kaiser-Wilhelm-Institut für Physik —y que, según sus declaraciones, nunca acabó por razones morales), lanzada en el contexto ficcional de la serie con eficacia devastadora sobre Washington D.C, fue un proyecto con las intenciones correctas, en tanto superación de un obstáculo para la humanidad, pero conducida por las manos equivocadas. Scent of magnolias, sweet and fresh.
El inspector Takeshi Kido, cabeza del Kenpeitai (憲兵隊), seguramente inspirado en el marqués y Señor Guardián del Sello Privado, Kōichi Kido, representa la antítesis de Tagomi, aún cuando es su compatriota y, se supone, representan y defienden la misma causa. Kido (un excelso Joel de la Fuente) no solo se muestra implacable en el cumplimiento de sus funciones como líder de la policía militar, sino que personifica la alienación nacionalista (imperial, en este caso) llevada hasta el extremo del auto-sacrificio. Sin embargo, no puede desvincularse su conducta de las convenciones sociales que aún cohesionan la cultura japonesa, tan celosa del prestigio y el honor. Sus pesquisas, tan ominosas como matemáticamente dispuestas, dejan entrever a un hombre despiadado que honra su trabajo con la plena consciencia de que su accionar robustece o debilita el poderío omnisciente del imperio al que sirve. Reconociendo que los eventos que han conmocionado al Japón, tras la visita del príncipe a los Estados del Pacífico, ocultan ingentes designios contra los intereses del imperio, Kido se dispone hacia el final de temporada, en una elegante secuencia cinematográfica, a realizar seppuku (切腹). Se trata de un hombre que prefiere morir desangrado a ver desangrarse a su patria. Tagomi y Kido, como resulta evidente, son dos caras de la misma moneda. Llega un momento en que todos los hombres deben cargar con el peso de su responsabilidad.
Then the sudden smell of burning flesh
La segunda temporada, auspiciada por la artimaña que orquestó Amazon en contra de mi ya deteriorada condición financiera, me recibirá con la incertidumbre de un triángulo amoroso que exige lealtad incondicional hacia todas las partes (ya que de ello depende su supervivencia), más listas con nombres para intercambiar (o sacrificar) por la vida propia y las respuestas a ciertas interrogantes transversales a toda la trama: ¿Qué significa la escalofriante cinta del penúltimo capítulo? ¿Quién es el hombre del castillo? ¿Fue apología de la doctrina Truman el sueño lúcido/alucinación de Tagomi en la última escena de la temporada? Mientras tanto, a sacar provecho del ayuno forzado esperando que el oráculo me anuncie pronto una mutación radical en el grosor de mi billetera. Sosiego y resignación, it's nobody's fault but mine.