Fluidos & Eros
Los fondos encendidos acompañan una sanguinaria batalla de sombras. El empalador, empalador, príncipe de Valaquia, bastión ortodoxo converso, patriarca de la fe, horror de los turcos infieles, asolador de boyardos, ¡Vlad!, resiste sus viejas carnes por la supervivencia de la cristiandad. Țepeș, Țepeș, Țepeș. Alcanzar la iluminación hemoproteíca, la luz rojiza de la transverberación digestiva: perfeccionar el arte antiemético, superar los mecanismos de la naturaleza, imponer una cultura militar a toda sensación de náusea. Hacerse amo de todo ser nauseabundo. Reír hasta las lágrimas en medio del espectáculo más cruel, a saber, la contemplación de seres humanos que se alimentan con hierro y madera a través de bocas estrechas y desdentadas y esófagos laberínticos. Exhalar enormes lanzas bañadas en bilis y jugos gástricos. Morir-para-ser árbol del bosque más tupido y hermoso que la humanidad haya podido experimentar. Árboles amorfos, dinámicos, gauguinianos.
El autorretrato de Dürer a sus 28 años ha sido resemantizado y cuelga, cuatro centurias después, en la pared pétrea de un lóbrego castillo transilvano. La sangre es la vida y reconocer esto compromete a dejar de depositar la fe en bagatelas ridículas e infantiles. Toda orgía es una batalla por hacerse de los líquidos vivos que circulan por el cuerpo de los otros, esto es, acometer la empresa sinuosa de un homicidio atemperado.
Drácula no viaja a Occidente en cualquier navío, sino en el Deméter, bautizado con el nombre de la diosa madre, consignataria de vida y muerte sobre la tierra, germen de la agricultura. Mina ansía el goce romántico, aquello que está afuera, distante, incontenible: bosques y montañas que aplastan inmisericordemente. Allá afuera, también, la sorprende una boda ortodoxa, un patriarca que hace de un londinense ordinario un hombre a la maniera greca. Dracul no es un conde, ni un dragón, ni el nombre de una casa real rumana, sino la nada, el soplo borrascoso de la inexistencia. Drăculea, hermano de Mehmed II. Un murciélago imperceptible, un nubarrón verde, el éter cósmico de toda rebeldía, un cúmulo de ratas pútridas que chillan por doquier.
La peste que nos corre por las venas y se nos derrama siempre entre las piernas.