Nosotros, ¿quiénes?
“Por tanto, así ha dicho Jehová:
Yo traigo sobre ellos un mal del que no podrán escapar.
Clamarán a mí, pero no los escucharé”
(Jeremías 11:11).
Tras un debut de ensueño, el director estadounidense Jordan Peele volvió a la cartelera con un esperado título que prometía erigirse digno de suceder a su ya legendario Get Out. Aunque tremendamente complacido con su primera entrega, los adelantos de Us (Nosotros) me advirtieron de una complejidad siniestra que se antojaba impenetrable (como debieran ser todos los trailers, ¿no?); y al largometraje le bastaron 30 minutos para explicitar que mi contrariedad estaba justificada. Si los protagonistas se encontraban cara a cara con los sanguinolentos villanos en el primer cuarto del film, ¿podía ser este contacto el verdadero interés de Peele?
Se suele argumentar que la narrativa tradicional del cine de terror/suspenso opera como las capas de una cebolla, semejante a las etapas de un acertijo. Conforme se avanza en la historia, se esclarecen las interrogantes planteadas en las secuencias introductorias. La revelación ulterior, suele acompañarse de una confrontación con el enemigo mortal del protagonista. En el caso de Us, el director resuelve este cara a cara en la primera media hora de metraje, por lo que deberíamos dar por hecho que su pretensión trasciende paradigmas. Y con un desbordamiento polisémico extraordinario.
I got 5 on it. La película se desvela a través de un concepto con el que estamos familiarizados; pero que se ancla en una apuesta atrevida y escalonada. Se trata de una lógica del canon-twist. ¿Ejemplos? Canon: Una familia pudiente se dispone a disfrutar de sus vacaciones de temporada en su casa de retiro. Twist: La familia protagonista viaja en un Mercedes-Benz, tiene una casa de verano en California y ha adquirido recientemente un bote, pero es afroamericana. Canon: Existe un elemento sobrenatural que persigue a los personajes desde la infancia y que, ahora, ya en plena adultez, insiste en martirizarlos reapareciendo paulatinamente. Twist: El elemento sobrenatural adquiere plena materialidad en el primer cuarto del filme, asaltando la intimidad de los protagonistas y dejando constancia concreta de lo que su amenaza representa. Canon: La maligna fuerza destructora que procede del antagonista se escinde, en un movimiento moralizante, de la bondad intrínseca de los personajes, rematando la trama en una colisión final. Twist: Los malos somos nosotros.
Si ha de señalarse una obra cinematográfica que haya surgido en las carteleras comerciales de los últimos meses y que obtuviera del público de masas una recepción tan entusiasta como saturada de interrogantes hermenéuticas, no podría vacilarse en proponer a Us en la terna definitiva. He repasado interpretaciones que hacen de la película una crítica feroz a la opresión y la segregación racial, otras que perciben en Us la dualidad del Sueño Americano (aplauso en pie para el trabajo de Wisecrack); también existen aquellas que consideran a la película como un relato sobre la movilidad social (contraponiendo las historias inspiradoras de unos pocos frente a las posibilidades fácticas de la mayoría) o sobre la esclavitud contemporánea (por ello la protagonista, Adelaide —Lupita Nyong’o–, nunca deja de estar encadenada). Yo he optado por abastacerme un poco de todas y hacer una lectura híbrida en clave sociocultural.
Us es, en un primer momento, una radiografía de las heridas abiertas de una nación; podría aseverarse, inclusive, de un continente, o hasta de la humanidad entera. Si se empieza por lo superficial, se argumentaría que refiere a la discriminación racial que, aunque concentrada en territorio estadounidense, se ha enquistado en Occidente, adaptándose vertiginosamente a las coyunturas particulares de la historia (la población segregada puede no solo ser afro-descendiente, sino también indígena, asiática, árabe, etc.); sin embargo, en esa larga cadena humana que rememora el fiasco de Hands across America, se advierte que son de todos los colores las manos que dividen de costa a costa la geografía de los Estados Unidos. Es un indigente blanco que transpira sangre el que ha osado iniciar un movimiento simbólico (es claro que todo germinó de Red, pero él es el que aguarda en las afueras de la casa de los espejos). Por tanto, sin dudarlo estarán representadas las mujeres vejadas sistemáticamente por el patriarcado, los adolescentes homosexuales que fueron escupidos en el rostro cuando se cambiaban de ropa en el vestidor del colegio, los trans que escogen la vida —aunque el abismo bajo el puente o la bala en el cielo de la boca parezca mejor compañía que la sociedad que les condenó al estercolero—, las personas analfabetas, los agricultores sin tierra, los locos, los enfermos, los niños abandonados. No obstante, para enfatizar la disociación que legitima un reclamo de procedencia tan diversa, Peele requiere de un emblema poderoso y sugerente, un ícono de rupturas.
Rebobinemos hasta las postrimerías del XVIII. Jacques-Louis David, justo en el año en que estalla la Revolución, creaba y exhibía en el Salón de París su célebre obra Les licteurs rapportent à Brutus les corps de ses fils. En un óleo monumental, narró la desgracia, entonces enaltecida como leyenda moralizante, que acaeció en el seno familiar de Lucius Iunius Brutus, patricio fundador de la República Romana. Ya los manuales y libros de historia se han encargado de desperdigar interpretaciones y de verter pormenorizados análisis iconográficos y estilísticos sobre la pintura, mas sin embargo, ¿cuál es el elemento que pretendemos se desprenda, preclaro y atemporal, para situarse dentro del relato de horror que nos ocupa? Casi en el centro de la composición, sobre una mesa ornamentada con un mantel de un rojo encendido, reposa una canasta con telas, un ovillo de lana y, apenas dejándose apreciar, unas tijeras brillantes y afiladas. En 1789 se trataba de un símbolo, incorporado al lienzo por las manos del artista más célebre de Europa, que insinuaba la efectiva consumación de la tragedia de un padre que es capaz de sacrificarlo todo, hasta a sus propios hijos, con tal de estar a la altura de la virtud cívica que se le exige. En 2019, Peele se nutre del mismo τέλος del instrumento, reproduciendo sus cualidades simbólicas que le ensalzan como germen de toda fractura del tejido social, de corte profundo que escinde con grotesca violencia.
Las tijeras de Peele, ya destellantemente doradas o salpicadas de sangre y lágrimas, devienen también signo de operación dialéctica en el discurrir de la trama. Si estas evidencian que toda suerte de explotación (clase, etnia, género, etc.) se encuentra condicionada y determinada por una élite dominante que vive más allá de las fronteras fijadas para los oprimidos, lejos y muy arriba en la superficie, donde la brisa abraza los cuerpos y el sol acaricia los rostros (factum de rotura), es esta misma herramienta, la que advierte de la necesidad que presupone el statu quo respecto a todas los componentes de la sociedad, es decir, el tornillo axial resulta, precisamente, el encargado de asegurar la sujeción contigua de las afiladas cuchillas que, a la postre, acaban por desmembrarlo todo (factum de enlace). Las ligaduras de aquellos primitivos seres subterráneos, enclaustrados en los miles de kilómetros laberínticos de cloacas del mundo, representan la condición de posibilidad que les familiariza con sus contrapartes divinas-iluminadas. La sintomatología de centenares de conejos de ojos irritados debiera alertar, por un lado, sobre los alcances ominosos de la manipulación genética (clonación) y, por otro, del abanico infinito de posibilidades que se desprenden al lanzarse ciegamente en sus madrigueras.
Para los entendidos en terrenos escabrosos y sombríos, no debió pasar de lejos el guiño junguiano que Jordan Peele dirige a la audiencia iniciada, machacando durante todo el filme la transversalidad del 11:11 como evidencia efectiva y, valga decir, espeluznante, de la noción de sincronicidad (synchronizität). Si el 11 es la penúltima estación que anuncia la completitud próxima de toda docena cósmica, hay que saber bajarse del vagón cuando las competencias personales comienzan a escasear. Sobre la mesa dejo la inquietud.
La afilada herramienta de Peele, con el peso de una historia añeja pero rica en charcos de sangre coagulada, me trae a la memoria la cualidad compacta y robusta de las tijeras que, tras distanciarse del expresionismo abstracto, representó reiteradamente —durante los cincuentas y sesentas— el artista estadounidense Richard Diebenkorn (1922-1993). Prescindiendo aquí de la consideración respecto a la técnica y el soporte, puede ponderarse que Diebenkorn comprendió que la materialidad del instrumento requiere de una cierta attitude, de una disposición amenazante, à l'offensive. Los limones, añadidos a la composición en al menos un par de obras, encarnan la pasividad de la víctima orgánica ante el paso de la maquinaria cultural. Still Life. Nótese que este ejercicio de transformación, para Diebenkorn, se acompaña de procesos complejos de destrucción y construcción de sentido (reflejo en un espejo; ¡vaya coincidencia con Us!) y de significado (liminalidad de la posición de las tijeras o el limón en relación con la superficie subyacente).
Bajo cierta óptica, es la misma inacción a la que son forzados los esclavos-réplica del submundo de Peele, despojados, en primera instancia, del lenguaje y, por tanto, de toda condición humana (la vida en su sentido más radical). Si la jerarquización de las relaciones del poder-saber foucaultiano alertaban sobre la complejidad que articula toda contingencia de llegar, siquiera, a posicionarse socialmente en tanto dueño de un discurso legítimo y, por consiguiente, verdadero, ¿vale la pena comentar algo de seres idénticos a nosotros pero que les ha sido sistemáticamente inhibida la posibilidad de decir palabra alguna? Si apenas consiguen gruñir y vociferar ininteligiblemente, al menos para nuestra cultura, no son. No obstante, Red, la ruin villana que pretende subvertir la determinación rígida de todo privilegio, ha conseguido mantener su estatuto ontológico, porque se aferró con todas sus fuerzas a la escueta memoria infantil de un lenguaje que, décadas más tarde, se antoja ingrávido y restringido; pero que basta para poner en marcha una revolución. ¿Ajusticiamos en el paredón de fusilamiento a Adelaide por querer escapar de aquella prisión de balbuceos iterativos y espasmos vejatorios, o condenamos a la horca a Red por pretender de vuelta lo que por derecho le pertenece? ¿Se puede juzgar de egoísta a Adelaide que escapó del inframundo apenas siendo una niña? ¿La toma de consciencia de Red le “destinó” a dirigir un colectivo, un proyecto político multitudinario, que permitiera empatar la defensa reaccionaria y procurar corregir las desigualdades estructurales de la sociedad? ¿Buscamos aún buenos y malos, culpables e inocentes? Evóquese el monólogo inmortal: Érase una vez, había una niña y la niña tenía una sombra…
Notas:
La obra de David se encuentra actualmente en exhibición en el Musée du Louvre, ala Denon, sala 702. Agradezco al museo por autorizar este uso de la imagen.
Del mismo modo, se agradece a la Richard Diebenkorn Foundation, por autorizar el uso de la imagen de su célebre óleo sobre lienzo.