(Marquis)ette: Cuando el pueblo sepa leer, sentirá vergüenza de entenderlo
Resulta asombrosa la polifuncionalidad de un marquisette. Ondea merced de la brisa que ingresa vigorosa por una angosta ventana de una torreta de la Bastille. Se entreteje sobre sí mismo cubriendo la superficie de una mesa-hechiza, depositaria de alimentos que flirtean con la podredumbre. Es aquí donde la aristocracia le hace frente a su carcelero.
En una de las celdas de aquella legendaria prisión parisina, el divino marqués parlotea con su único compañero: Colin, el más filoso pináculo cerebral de que fue provisto su cuerpo. Un critique insidieux du style. A pesar de esta desavenencia, tal vez menor, el glande-Colin es la (en)carnación de la ternura en un universo retorcido de rostros abyectos (este es un gran mérito bestiomorfo de Topor). Falonasal, barbitesticular: todo cura siempre necesita detalles, con ello domestica y domeña animales de presa (Nietzsche dixit); para ello se inventó el sacramento de la confesión.
Aquella prisión, sin embargo, no puede reducirse a una rebelión en la granja. Es el teatro del mundo que celebra la erección del más déspota protagonista de la historia. Bajo las tablas, en el estercolero, el homúnculo-vástago de Manzoni y Serrano expele su primer hálito de vida. De cierto modo, como sabemos todos, una eyaculación imprevista es una confesión de urgencia. A decir verdad, por ello es que el capellán penitenciario conspira contra su alteza: el libertino-literato, el licaón.
En la misma familia de mamíferos, hállese a Lupino. Un revolucionario sin escrúpulos que no advierte la envergadura magnánima del noble preso cómplice de su proyecto de fuga. Había de reconocerse la meritocracia del regateo, la maestría de trocar sodomía por libertad. En el can-marqués hay una consciencia del cuerpo que escapa a la autoconsciencia del espíritu, de ello se sigue la deferencia solemne de consultarle a Colin por sus deseos. Así aprendimos, aún a pesar de los cortes y los rasguños, que las hendijas de una celda pueden ser un tentempié vespertino.
¡Ay de ti, mi Colin! ¿Por qué no atendiste mis súplicas de abstinencia? Ahora tu intelecto preclaro se ha visto reducido a hematomas. Mientras recuperas los bríos de antaño, ¡silencio! El libertino tiene que saberse tal, antes de ponerse en marcha. ¡Silencio! Tu asfixia habría de precipitar la muerte del licaón. ¡Él mismo hizo un nudo sobre tí, y comprimió —marquisette, marquisette— tu cuello! En su cobardía, tal vez mediado por el beso suave de un vellocino de oro (o les Malheurs de la vertu), te homologó al Patriarca. ¡Se que no te merezco, mi Colin!
La sangre de Cristo, ¡ordeñad! ¿Y si el Agnus Dei era solo un ternerito?
Entre cerdos-patapalo y la obcecación utópica de aquella legendaria proclama: Français, encore un effort si vous voulez être républicains; la verdadera disputa a muerte no es por la Bastille, o la sangre de la dame de la brioche, o los lienzos del Louvre, sino por los sentidos del individuo. El triunfo de la imaginación sobre la sensualidad (u otro de los ensueños de Rousseau) es el alumbramiento de la erótica. ¿Tu cuerpo, licaón? Lo que imagina tu cuerpo emana del cuerpo mismo, pero se transforma.
De la Bastille solo se escapa con la cabeza del Rey o con una escalera de crucifijos. Desde luego que existen ciertos atajos, súplicas de una rata (¡ven mi guau, guau!), nefrópidos que consuelan a los constreñidos; o pollos barbitesticulares que retratan a la humanidad, estúpida, borracha.
Todos estamos encadenados a la cárcel de alguna entrepierna. Por ello, muy a pesar del frío pétreo de la celda francesa, lo más voluptuoso del Divino es su pluma y su imaginación. Su cuerpo, tan diminuto frente a su genio, es capaz de destilar una tinta rojiza que inunda los pergaminos. Siendo todo el horizonte, se comporta —de cuando en cuando— como una tosca herramienta. La libertad, antes del desenfreno determinista, se puede rastrear en un mausoleo cicládico, un bosque gonadal.
¿Acaso dije antes que todo sacerdote ha perfeccionado el arte de la mentira? ¡Mentía! ¡Lo siento tanto! Les he mentido porque omití que ellos, faltando a la verdad, también roban. Y violan… y matan. Por un niño, como exclamó airado Ambert, ¡que caiga la Bastille! Los alcaides de esta prisión terrestre, curitas pequeños, diminutos, no han sabido resolverse con los destinos ardientes de nuestra letrina in-munda, a las afueras del Reino de los Cielos. Se han quemado las manos y, sorpresa, ¡otro imposible!, han deshecho el desecho. Así, todos los alcaides de este mundo gozan de una hipoxifilia desmesurada, en una cuerda floja entre Carradine y Sada Abe.
La naturaleza resulta siempre el victimario ulterior. Dibuja con el primer marquisette de seda traído de Oriente un exquisito nœud de pendu, caída corta, naturalmente, ¡pobres criaturas! Celebra la deposición de aquella cruz inversa, no la del pescador hipócrita de Betsaida, fanático de las peleas de gallos, sino la del artífice de los besos de plata. Resucita ante el furor indómito del caballo díscolo. ¡A-diós, Colin, adieu! Je prendrai soin de mon style. Pardonnez-moi pour le verbiage!
Notas:
Agradezco la recomendación de Marquis (1989) a mi colega Daniel Fallas. No omito reiterarte, Daniel, mis disculpas por el estilo y, desvergonzadamente, por la tardanza.
El largometraje completo subtitulado en español puede encontrarse más abajo. En este enlace puede visualizarse una versión en su idioma original sin subtítulos.
En caso de querer penetrar más en el mundillo envilecido e ignominioso que circundó la realización de esta obra cinematográfica, sírvase visitar el BTS aquí.