No te avergoncés de tu goce: El imperio de los sentidos (1976) o de la estilización de la asfixia
Hace algunos meses, en un gesto tan pueril como accesorio, aludí al infame caso de Sada Abe, tras cavilar superficialmente en torno a la experiencia psicotizante de amar-hasta-el-homicidio (Sábato/Castel dixit) y la escisión radical entre un Marqués y su concupiscente editor de estilo. A pesar de la ingenuidad estilística, aquel guiño a ciertas muertes célebres por asfixia daba por obvia una constelación visual articulada a través de un único referente cinematográfico: L'Empire des sens (愛のコリーダ/El imperio de los sentidos) —LEds en adelante—, controvertida realización franco-japonesa de 1976, dirigida por Nagisa Ōshima. El fortuito reencuentro con el largometraje en días recientes supuso, cuando menos, una pobre justificación para este ensayo de resurrección.
LEds, como ha argüido la prensa especializada hasta el hartazgo, desvela los pliegues pudendos del período Shōwa, cosmos sinuoso, mundo de enseres y encubrimientos, de la mirada y la falta. Como el (buen) cine japonés de los setenta, se trata de un relato audiovisual plenamente asentado en la dinámica del goce (i.e. ver es poder). El mismo diseño de producción, fidedigno al paisaje y la arquitectura japonesa de los años treinta, amplifica el carácter voyeurista de un sistema de relaciones sociales tan enraizado como hiper-jerárquico. En este universo calmo, la postura, la gestualidad, la gradación de apertura del shōji, devienen signaturas de la posibilidad de mirar; la cual, en sí misma, está también atravesada por tales singularidades: Sada, nuestra heroína, por más temeraria, tiene que pagar con sangre su acceso a una mirada horizontal.
La trama se funde en el vórtice de afectos voraces que un hombre maduro, Kichizō Ishida (Tatsuya Fuji), esposo de la gerente del restaurante en que se desenvuelve la primera mitad del filme, y Sada Abe (Eiko Matsuda), una joven tan ingenua como irreprimible —epítome arquetípico de la ἐπιθυμία—, protagonizan con absoluta tiranía. Sada, tanto la mujer de carne y hueso como el personaje, había ejercido de prostituta camorrista en Osaka y Tokio, hasta su arribo al establecimiento de Kichizō. El pasado turbulento de Sada se sugiere tempranamente sin mayor inversión narrativa, mediante el modo enardecido en que un indigente le reconoce: una caricia dulce y desenfadada sobre la mugre de un glande que muere de frío.
La relación entre Kichi-san y Sada se inflama a partir de un monstruoso acto de violencia sexual enmascarado. El relato, no obstante, consigue ponderar prístinamente el retorno dialéctico de una ley tácita de la naturaleza: la infinita primacía erótica de toda femineidad. La preponderancia inicial e iniciática de Kichizō deviene auténtico tour de force, oda al imposible de acceder a un sistema de explotación de género sostenible. ¿Por qué usar las manos para la violencia pudiendo usarlas para el placer?, pregunta Ishida, cuando conoce a Sada, reprendiendo su conducta tras un acceso de ira contra una compañera de trabajo. En este tanto, el largometraje semeja una metáfora latente sobre el complejo de castración, la cual se despliega, en las más tempranas secuencias, a partir del poder simbólico que había sido asignado al hombre en la sociedad japonesa de entonces, aún por sobre una mujer armada.
A partir de este ritual de iniciación, el placer eterno se convierte en la obsesiva pesquisa de los amantes. De la oralidad transubstanciada —cigarro-felación— al goce estético de copular haciendo música, o del bautizo genital con el almíbar blanquecino de su propio cuño. ¿Dónde está la diferencia?, cuestiona Kichi-san, sommelier experimentado, mientras examina con dedos periciales el vino consagratorio que palidece a Sada, amenazando, purpúreo, la compulsión de repetición.
Acariciar un cuerpo es morderlo entero con las manos y los brazos. El talento de Ōshima se hace sentir precisamente en los momentos en que la narrativa cinematográfica oscila hacia nuevos paradigmas eróticos, que no siempre resultan sustitutivos sino también simbióticos. La cualidad táctil del film no duda en insistir en una refundición de la mirada, ahora atravesada por la actividad sexual en pleno. Es en el retiro de Sada y Kichizō, en varias casas de té, lejos del restaurante y la presencia de la esposa, donde se consuma el vínculo paralelo de la fatalidad. El goce de mirar permite a las geishas que ofician el sacramento la restauración de su propia virginidad, centelleante e instantánea, auspiciadas por la carga simbólica que se deposita en la pareja tras la ceremonia del té. La más joven de ellas, violada por sus pares con un dildo aviforme, introduce la síntesis de una exquisita coreografía orgiástica.
Abandonada a su suerte, la pareja conoce el exceso de una madrugada perversa, los cantos a la virilidad de un hombre agotado, la fascinación posesiva de Sada que prefiere convertirse en receptáculo de las excreciones de su amante que afrontar una separación: Es tan obediente a ti, que a veces me pregunto de quién es. Tal inflamación no permite a los involucrados caminar por el parque tomados de la mano, como todas las parejas del mundo, sino de los genitales. Consiste en la fijación travestida y travistiente que continúa atravesada por el crisol de lo sensual: dos obsesos absortos en el olor del amante que sobrevive en su kimono. Hacia la mitad del largometraje, se dispara un síndrome de abstinencia en espejo: mientras que Kichizō viola a la criada en ausencia de Sada, Abe demanda un trato violento por parte del intelectual que ha requerido sus servicios como prostituta (su primera profesión). El reencuentro abrasador desvela la obcecación infantil de Sada, y la vileza con que la instrumentaliza su pareja (quien no duda en reconocer que desea gastar el dinero trabajado por ella).
Justo en el corazón de LEds se materializa el momento literario culmen del guión de Ōshima. Con el recogimiento y la ternura de una cena musicalizada por más geishas y sirvientes, Sada profiere su sentencia radical: Todo lo que hacemos juntos, aunque sea el simple acto de comer, debe ser un acto de amor. Los alimentos, uno a uno, se sumergen pacientes, guiados por la mano de Abe, en l'origine du monde, para conquistar segundos más tarde el impaciente paladar de Kichi-san. La sordidez del huevo, para muchas la escena más abyecta de la película, refrenda otra verdad ineludible que no apela a la desesperación de que quede atrapado en su interior, ni a la necesidad de ponerlo acuclillada como una gallina, ni tampoco a la urgencia de que Kichizō lo devore instantes después de que sea liberado. Si fue primero el huevo o la gallina, es un asunto baladí. En el principio, antes del huevo y la gallina, estuvo siempre el sexo; y, antes del sexo, tanto en el presente como en el momento originario en que Dios dijo la Palabra, el deseo.
La segunda parte del film se impele sobre la lógica celotípica. Kichizō cuestiona el compromiso por primera vez mientras accede a la experimentación de prácticas más agresivas en su relación erótica con Sada. Ella, siempre más que él, se permite una primera amenaza de castración si Ishida no promete jamás volver a frecuentar otra mujer, ni siquiera su esposa. Su juramento se consuma con el primer trofeo de Sada: una cata de vello púbico.
La separación definitoria (mas no definitiva) se suscita cuando el sujeto viaja efectivamente para visitar a su cónyuge. En su ausencia, Sada, infinita y descomedida, busca sujetar el miembro viril que ha perdido transitoriamente; al punto de asir con violencia el pene de un preadolescente, que jugaba desnudo con otra niña. ¡Me haces daño!, grita este, con una mueca de espanto. A cientos de kilómetros, Kichi-san cede a la presión de su esposa, con el fantasma paranoide de su amante obsesiva asediándole por doquier. Su retorno al lecho de Sada se siente como una condena capital: Quiero que sientas dolor, quiero hacerte daño. Kichizō, entre el miedo y la ingenuidad, se ofrece a complacer a Sada, sellando su suerte; hiéreme cuando quieras, donde quieras, lamiendo las lágrimas de su verdugo.
Mientras el mundo reclama un aroma hospitalario para todos los rincones de la Tierra, los amantes, las alucinadas psicosexuales, se embriagan en la fermentación de sus restos. Sada, siempre capaz de llegar más lejos, recibe la censura de geishas, prostitutas y criadas, por su voracidad implacable. ¿Por qué soy asquerosa?, exclama iracunda. ¿Qué tiene de reprochable sentir la urgencia de hacerse siempre con el cuerpo del ser amado? Precisamente en este interludio reconciliatorio, apenas distracción del desenlace ineludible, se gesta la fractura moral absoluta del metraje, encarnada en la visita de una geisha longeva, que se ofrece a cantarle a la pareja entregada a los actos amatorios. Sada, a sabiendas de su vigente amenaza, permite a Kichizō intimar con la anciana, a pesar de percibir la repelencia de su consorte. La autorización de Sada, con el disfraz de racionalidad, en las circunvoluciones psíquicas de su interior, es la condición de posibilidad de flagrancia pretendida. La geisha vieja muere en la faena, y los amantes, ebrios de perversión, se burlan de su suerte; no obstante, Kichi-san, ahora más en el reino de los muertos que en el de los sentidos, confiesa sentir que “tomó” el cuerpo de su madre.
Hasta aquí su agencia.
El epílogo se consagra a la certeza de los finales, hecho que aterra a Sada, casi incapaz de resistir que su placer, más que su amor, pueda hallar el propio. El ángel de la muerte, ya sobre las espaldas de Kichizō, se sugiere en su postura avergonzada mientras confronta, retornando al aposento de su amante, los rostros solemnes de sus compatriotas que marchan hacia una guerra brutal que transfomaría el Imperio. Kichi-san, a sabiendas de que el indulto del campo de batalla resultaba apenas una floritura del destino ante el encarnizamiento de la persona amada, accede —recién llegado— a morir estrangulado. Sada, con un exquisito atavío bermellón, cuchillo entre los dientes, sujeta con fuerza la faja de su Obi. El arma homicida. Tras un primer fiasco anti-climático, furiosa, amarra las manos de su amante, y vuelve a la carga, riendo desquiciada. El cinto no cede terreno. Los labios semejan el púrpura del vino de comunión. ¡Voy a matarte! Es monstruoso, es maravilloso.
La muerte se presenta, finalmente, a través de una inversión fotográfica, un plano cenital subvertido. Sada consigue el orgasmo de su vida, el ulterior, y se extravía en los confines de su mente. Solo la compulsión de habérselas con el trofeo máximo facilita su retorno a nuestro mundo, manipulando a placer el principio de realidad. Mutilar y apropiarse para siempre. Serruchar. Aserrar. Cercenar. Seccionar. Segar. Hacerse, de raíz, con el falo y las semillas del mal. Ōshima, por suerte, nos liberó de los mitos de peregrinación citadina, de la identidad del objeto de placer y el sexo victorioso (siempre femenino), de la policía mordisqueando los talones de una cópula post-mortem, de la gloria popular, de la sospechosa detenida y su eterno júbilo.
定、石田の吉二人キリ
Kichi-san y Sada. Nada más que nosotros dos.
Maintenant unis.