El arte de confesar: Anotaciones sobre "El Túnel" (1948)

La confesión de un asesinato puede ser la primera línea de una novela. Sábato ha puesto esto de manifiesto, definiendo un decurso narrativo que ofrece como carnada, como anticipo, precisamente el remate último del relato, ponderando simultáneamente el tránsito de su protagonista como objeto de deseo, como propósito literario. Esto puede implicar que gustaba de burlarse de sus lectores, o que la escritura de un texto sobre desamor y soledad prescinde —paradójicamente— del amor y la compañía en tanto intención.

Este gesto, más que un artificio parabólico, es una afirmación de la fragilidad de la memoria. En la mente de un asesino de mujeres, la pregunta incesante pasa de moralizar el pasado, lo des-ontologiza. ¿Qué importancia tiene entonces si el tiempo pasado fue mejor? El tiempo se funde mutando en abanico de predilecciones perversas: Yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos. Sábato se lanza, tal vez en su obra más célebre, a particularizar los porqués, esto es, a celebrar la vanidad del artista. ¿Cómo se lidia con las figuras de un cuadro que, rebelándose contra la mano del demiurgo tirano, escapan de sus pequeñas ventanitas y se desdoblan en seres de carne y hueso?

Juan Pablo Castel, más allá de los simplismos que le reducen a un misógino despreciable, mata porque fue comprendido. Es una floritura para disfrazar el hecho horripilante de ser descubierto dentro-de-sí, en la única intención válida y plenamente justificada de una pintura. El artista en cuestión reniega de los conglomerados y los colectivos, se burla de las poses y las miradas profundas y forzadas con las que un decrépito retrato de Freud intimida a los neófitos de las sociedades psicoanalíticas, desprecia las playas en verano, reclama el individualismo despótico del superhombre: en el aislamiento ha recuperado su dignidad olímpica. La primera de sus víctimas no debió ser una mujer, sino un crítico de arte cualquiera y su peste opinológica que ignora siquiera cómo tomar un pincel, pero cree poder diluir la tinta con su saliva pestilente.

Alfred Kubin, Sín título (La llama eterna), acuarela y tinta sobre papel, ca. 1900.

Alfred Kubin, Sín título (La llama eterna), acuarela y tinta sobre papel, ca. 1900.

Tanta rabia y descontento. Tanta incertidumbre. La necesidad de que sea ella la que hable primero. La obsesión de ensayar patéticamente las líneas fracasadas de un autómata desprovisto de encanto. El soliloquio delirante de los huraños metropolitanos y su fijación de siempre elegir la fantasía. Castel, aunque María pudiera mostrarle alguna deferencia, insistió hasta el hastío en cuantificar la intensidad física de una mirada, por lo demás siempre contingente. ¿Cómo no desesperarse por el mirar cuando Sábato, tan amigo de Borges, huyó aterrado toda su vida de la ceguera? El ciego es, para Sábato, la ponzoña, la muda, la constricción, el veneno, el peccatum originale. María Iribarne era un imposible de la visión, un holograma proveniente de una caverna de la que no emanan sombras, sino la más reposada oscuridad. A todas luces, aquel no era un mundo para pintores.

La impresión de María acercó más que nunca a Castel a su natura lapsa, a la falsa pleitesía de recuerdos futuros. El muro de vidrio, el túnel, la quimérica pretensión de estar con una sombra muda: vivir adentro (o afuera) era la asunción de modos de ver polarmente trocados. Los engaños, las verdades sutiles de putear, la duda metódica, la amenaza de destriparla como a un can: los celos de que aquellas cartas no fueran suyas, que la clandestinidad fantasmagórica pudiera acostarse efectivamente con un ciego veterano, anacrónico Salvador bonaerense. Aniquilar la voluntad como se apaga un interruptor o la cuchilla de una caja de breaker… batallar contra la iniquidad de toda esperanza suicida en un despertar. Castel, en su debacle, hubo de convertirse en un espécimen tan inmundo, inframundano incluso, al punto de procurar manipular a aquella, su alucinación femenina, con los ardides de un hombre cobarde que no sabe como vivir.

En su última avanzada pacificadora, Castel reconoce en la originalidad, dialécticamente, el carácter mediocre de los otros: se trata del arma de doble filo que blande con soltura un artista reputado. Su ofensiva ulterior sabe de antemano que la fatalidad impostergable se precipita debido a su propia insensatez: María nunca fue compañía, mas se ofreció como aislamiento de su soledad. Extralimitarse fue preferir el cráneo craquelado por los cantos del río… fue rechazar Die Brücke. Hundir las uñas en su cuello, destrozarla y conducir desesperado hasta los confines terrestres para arrojar su cuerpo cerca de Cabo Corrientes.

Sábato siempre supo de las heridas que puede conferir una misiva. La relación tirante entre la comunicación y la compulsión de la modernidad: la oscilación esquizoide de enviar un dardo letal de caracteres argentinos y vivir para morir arrepintiéndose. Matar a María fue, para Juan Pablo, reconocer el odio que sentía contra sí mismo, rumear la transposición de su olor embriagante en los servicios de una rumana de buena vida. Su gesto alumbró el conducto entre las cloacas y Brahms, de Corbatta a Madí. ¿Cuántas manzanas, Castel? ¿Cuántas? Si solo querías ser volcán, no arquitectura, ser ruina e infierno, un llenç cremat a-la-Miró.

Lo tuyo fue siempre piedra negra, Castel; anonimidad, ridículo, desprecio. La única transparencia de tu soledad fue la invención de la luz: la negación de tu ceguera. Por ello la ventana fue la clave de tu cuadro; por eso delirás con la sangre de María, inverosímil zumo carmesí de una entrepierna inmaculada. Fue tu mirada ultravioleta la que dejó escapar el último barco, la última cena, el gargajo a la ceguera ininteligible de los otros. Lo tuyo es la caverna, insensatus. En el encierro, entre el suicidio, la pared y la burla de los médicos, el ser de tu pintura, allá afuera, es ahora suyo.

 

Notas:

  1. La obra que ilustra este escrito es una acuarela y tinta sobre papel de ca. 1900, del escultor e ilustrador expresionista austriaco Alfred Kubin. Forma parte de la colección del departamento de dibujo y estampa del Museum of Modern Arte (MoMA) de New York. Agradezco al museo por autorizar el uso de esta imagen.

  2. La edición que se ha utilizado para este texto es la de Seix Barral, publicada en 2004 (en su vigésimosexta reimpresión de 2014). ISBN-13: 978-970-749-008-6.